Carente de estándar, el gato callejero es, por así decirlo, el gato común por excelencia; con la inmensa gama de colores y formas que puede tener; cada gato callejero es un ejemplar único!
El gato callejero no está catalogado en ninguna raza felina, pero es el más típico de los gatos, el que mantiene todas las peculiaridades de la especie. Superviviente de los numerosos matrimonios orquestados por el hombre, es el descendiente más auténtico del gato de los orígenes.
«Los gatos apestan /…/ con su pelo /…/. Todos ese pelo que tragamos sin pensar puede sofocarnos obstruyendo nuestras vías respiratorias /…/. Los gatos infestan incluso con la mirada, al punto que algunos, en cuanto ven u oyen a un gato, tiemblan y sienten un gran miedo que nace de una natural antipatía querida por el Cielo…» Así escribía Ambroise Paré, que vivió en el siglo XVI y es apodado «el padre de la cirugía moderna». Y aún más: «El gato infecta a todos aquellos que se comen su cerebro, que son atormentados por grandes dolores de cabeza y a veces enloquecen». ¡Decididamente no usaba medios términos! Un texto de esta factura, escrito por una de las mayores mentes de su tiempo, es la prueba del total descrédito en el cual se mantenía al «pequeño monstruo». Y puesto que, en aquella época, no se «cultivaba» aún el gato de raza, la acusación afectaba a aquel que los representaba a todos, es decir, al gato callejero, al vagabundo… Es fácil en este punto entender por qué en aquellos tiempos era quemado en la plaza pública, o bien arrojado desde lo alto de una torre o incluso sepultado vivo en un campo.
Un origen lejano
¿De dónde venía esta bestia maléfica? ¡De la noche de los tiempos! Sin remontarse a la formación de nuestro planeta y a la aparición de los primeros seres vivos, podemos reconocer, como progenitor de todos los carnívoros, a Miacis, al cual, hace cincuenta millones de años, ya se señalaba como un experto cazador. Luego, desde el Dinictís a los felinos, pantéridos y acinoníquinos, se ha llegado -dejando de lado al Machairodus, el tigre con dientes de espada- a una era que se sitúa hace unos tres millones de años. Es en este período cuando vemos aparecer, junto con el antepasado del hombre (un australopiteco), a las cerca de cuarenta especies actuales de félidos (o felinos). También el gato pertenecía a este grupo. ¿Dónde y cómo? Es difícil establecerlo con precisión, tanto más que, en los cinco continentes, aparecieron gatos que se parecían por talla y peso, pero que, según su habitat, diferían en el aspecto exterior y sobre todo en el pelo. Aún existen, en el mundo, gatos monteses (unos quince tipos) todos interesantes por su andadura y belleza.
¿Y el gato callejero? Durante mucho tiempo se ha creído que descendía directamente del Filis silvistris, el gato montes de Europa de pelo atigrado que aún vive en distintos países europeos, entre otros España. Pero la talla, el peso y otras diferencias morfológicas bien precisas han hecho abandonar esta hipótesis. Actualmente se considera que el Filis silvestris ha participado en el nacimiento del gato «doméstico», pero con la ayuda de numerosas cruzas, por ejemplo con el Felis libyea, conocido también con el nombre de gato enguantado o Kaffir. Este último es el gato montes más parecido al gato callejero, del que posee las estriaduras. el color y el aspecto general. Para explicar sus eventuales relaciones con el Filis silvestris, se supone que llegó Europa clandestinamente, desembarcando de naves que hacían escala en los puertos mediterráneos, o bien siguiendo a los legionarios romanos.
¿Es el gato más inteligente?
He aquí, pues, a nuestro «gato común». ¿Cuántos lazos lo verán unido o, al menos, próximo al hombre? También aquí se han planteado diversas hipótesis, conectadas en general con la búsqueda del alimento. El gato se habría dado cuenta de que era más fácil encontrar comida entre los desechos abandonados por el hombre; o, incluso, habría descubierto que la captura de ratones y ratas, también ellos interesados en las reservas alimentarias de los seres humanos, requería indudablemente menos esfuerzos. Estas son aún las preocupaciones del gato no doméstico, un gato callejero vagabundo que encontramos en la esquina hurgando en los cubos de la basura y que escapa al acercarse el hombre. En su mirada se puede intuir una gran inteligencia. Afirmar que el gato callejero es el más inteligente de todos sus semejantes puede provocar en algunos una vigorosa reacción. En efecto, este juicio merece algunas aclaraciones y explicaciones.
Es probable que todos los gatos, de cualquier raza, posean al nacer el mismo cociente de inteligencia, pero para un animal, como para el hombre, cualquier capacidad debe ser ejercitada, entrenada, fortalecida y afinada. Un alumno, incluso superdotado, recibe de su maestro y aprende más o menos rápidamente las lecciones de la vida. Si se le proporciona todo cuanto necesita, pero se lo deja solo consigo mismo, sus dotes personales corren el riesgo de no desarrollarse. El gato de raza, confortado desde las primeras horas de su existencia por todos los cuidados posibles y que disfruta de una alimentación dosificada y equilibrada, puesto en las manos de un veterinario al más mínimo rasguño, no tiene más que una ocupación: vivir.
El gato vagabundo, expuesto a todos los peligros, obligado para vivir a procurarse el alimento, a combatir contra sus enemigos y a afrontar constantemente nuevas situaciones, ha recibido más estímulos para agudizar su ingenio y mantener despierta su inteligencia.
Banal, pero diferente a cualquier otro
Con el paso del tiempo, sin embargo, los gatos callejeros han intensificado poco a poco sus relaciones con el hombre; en efecto, algunos de ellos viven no sólo en las cercanías de las viviendas, sino incluso en su interior. La inteligencia hace a estos gatos plenamente capaces de apreciar al máximo el calor del hogar doméstico, las comidas regulares, la amistad y el afecto del amo, sin perder nada de su capacidad de apañárselas solos que tenían sus antepasados sin morada tija.
El gato callejero, convertido en «gato casero», se muestra en todos los aspectos un buen compañero: come lo que se le ofrece, goza generalmente de una buena salud y, si es libre de ir y venir como mejor le agrade, demostrará que es verdaderamente un animal feliz. Pero a su regreso habrá que hacerle una rápida inspección para asegurarse de que no haya recibido heridas a consecuencia de las riñas callejeras. Habituado desde pequeño, se dejará cepillar de cuando en cuando y, si ama de verdad las excursiones, incluso aceptará, aunque raramente, darse un baño.
No posee un estándar. O en todo caso, sería un europeo, pero no es que esto cambie gran cosa. El gato callejero es definido también como el gato de todo el mundo y, dado que en realidad no existen dos individuos que sean exactamente idénticos, ¡cada uno de nosotros podrá sostener con total sinceridad que posee un gato único!
La «república» de los gatos
Para el gato callejero es fundamental formar parte de un grupo felino. En las grandes ciudades, y también en los campos, se forman sociedades felinas más o menos numerosas con una organización sencilla. Dirigidas por un gato —a veces una hembra—, éstas tienen como regla básica la solidaridad: se comparte la comida, se ayuda a los más débiles o enfermos, las madres se reúnen con sus gatitos.
El jefe, que debe su rango a su fuerza, a su ascendiente, a su inteligencia más despierta, ejercita su poder en el ámbito alimentario y sexual. Pero, en cualquier momento, puede ser provocado por un rival. El combate, siempre violento, termina con la expulsión del vencido o con un gesto de sumisión de este último: se deja montar míseramente por el vencedor, el cual, por otra parte, no insiste demasiado. Se ha advertido que una sociedad felina en libertad acepta eventualmente «extraños». Un gato que pertenece a un amo, pero que tiene permiso para irse de paseo, quizá logre hacerse admitir amigablemente, pero no será autorizado a unirse a los escasos festines o a los juegos amorosos. Sea por una noche o por algunos días, el gato doméstico tendrá que apañárselas solo.
En Roma, como en Venecia o en Estambul, una «república» de gatos callejeros puede reunir hasta varias decenas de individuos. En el campo, por el contrario, los grupos son poco numerosos; se cuentan como máximo con los dedos de las manos, para un territorio que es, en cambio, más vasto que una ciudad. En vez de una casa abandonada, de un monumento secularizado o de un terreno abandonado, tienen a disposición la naturaleza, si bien limitada por un curso de agua, por una densa floresta o por una montaña de escarpadas pendientes a la que definen como su zona de caza. Se forman así los que en política son definidos como grupúsculos, celosos de sus prerrogativas, pero siempre dispuestos a la «lógica de la paz». Si, por ejemplo, un solo paso debe ser utilizado por gatos pertenecientes a dos grupos diferentes, se intenta no frecuentarlo a las mismas horas. Cuando accidentalmente se encuentran en esta «vía pública» se asiste a un intercambio de protestas sonoras y nada más.
En una «república» de gatos, como hemos visto, la cima de la escala está ocupada por un jefe. Del mismo modo, a menudo se reserva un puesto al que podríamos llamar «el tonto del pueblo», siempre que no sea el bufón del rey. Individuo más o menos rechazado por todos, él se deja maltratar y sólo puede acceder a la comida después de que todos los demás han tomado su parte. Pero esta interiorización sólo se lleva a cabo en las sociedades ciudadanas. En el campo se encuentran, en cambio, gatos mas «evolucionados»: las comunidades, mucho más restringidas, están constituidas por gatos de familia asilvestrados y que, quizá, ¡aún no han olvidado los viejos principios igualitarios del hombre!